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Alguien se olvida de que 'España avanza' gracias a las grandes empresas

Pedro Sánchez y Yolanda Díaz firman el acuerdo programático de Gobierno
Pedro Sánchez y Yolanda Díaz firman el acuerdo programático de Gobierno
Agencia EFE

Después de leer las 48 páginas del acuerdo de Gobierno entre PSOE y Sumar se le queda a uno el cuerpo un poco frío, no tanto por las medidas que conlleva, que en su mayoría son promesas electorales indeterminadas de otros tiempos traídas a la actualidad, como por el trasfondo que dejan algunas de ellas, sobre todo por estar radicalmente en contra de las grandes empresas (sin que nadie sepa por qué). Ya no es solo por la falta de reconocimiento político y social que eso supone para quienes se juegan cada día su dinero para que este país funcione; da la impresión de que Pedro Sánchez, de tapadillo, y Yolanda Díaz, de frente y sin ningún tipo de recato, tienen una guerra declarada contra los empresarios por hacer lo que deben hacer, ganar dinero para que ‘España avance’, parafraseando su propio eslogan.

Ahora entiendo por qué Sánchez les daba esta semana el quinto plantón a las empresas familiares en Bilbao. Sería de muy mal gusto ir allí a estrechar manos y volver a contar lo bueno que ha sido el escudo social (pagado con los impuestos de todos y la deuda que heredarán nuestros descendientes), para al día siguiente anunciar, sin anestesia, que el impuesto extra a la banca y las eléctricas, lejos de las dudas legales sobre su aprobación y estructura, se prorrogaba 'sine die', con la guinda de una reforma fiscal nueva que va a reportar 10.000 millones más a las arcas del Estado por los beneficios que ganan las grandes corporaciones.

Tal vez sea cierto que es necesario reformar (o reformular) el Impuesto de Sociedades, que grava los beneficios de las empresas, sobre todo a la vista de que cada vez están más volcadas en el exterior y son capaces de llevar la ‘marca España’ con orgullo a cualquier rincón del mundo, algo que les reporta dividendos del exterior cuya fiscalidad se puede mejorar. No obstante, sería bueno para evitar una guerra de cifras y argumentos interesados y calculados a conveniencia, dejar claro quién paga qué y cómo se calcula el beneficio contable de una sociedad, o el económico, el bruto y el neto. Así podremos saber todos los ciudadanos si lo de Yolanda Díaz cuando dice que las grandes empresas pagan poco más del 3% por ese tributo no es un bulo mal contado, frente a quienes defienden que esa cantidad está por encima del 19% y puede ser más o menos según si se cuentan o no las deducciones al uso, incluidos los créditos fiscales de pérdidas anteriores, que ya se ocupó de acotar Hacienda en mayo pasado.

De cualquier manera, una reforma de ese calado en una de las leyes fiscales más importantes del ordenamiento jurídico no se puede hacer de la noche a la mañana, ni lanzar desde un atril en un pacto de Gobierno al grito de “vamos a recaudar 10.000 millones más” de los ‘malos malotes’ que ganan dinero, sin más. Cambiar la base de cálculo del resultado contable no es algo que se pueda hacer sin tener en cuenta las consecuencias en quienes invierten, consumen, generan actividad y contratan gente de este país. Al menos no de esa manera. No creo que los empresarios españoles merezcan ese trato ni esa forma de hacer las cosas, más propia de un Gobierno intervencionista cuasi ‘soviético’, que de un supuesto centro-izquierda. No olvidemos que el dinero no entiende de fronteras -cada vez menos- y las empresas se pueden mover libremente de un país y de un mercado a otro, sobre todo las de marcado carácter internacional, que suelen ser las más afectadas por la incertidumbre jurídica y los vaivenes fiscales que genera un gobierno inestable.

Si la carambola de la investidura le sale bien a Sánchez, España afrontará una nueva legislatura de coalición con más partidos que nunca a tener en cuenta en el Congreso a la hora de convalidar sus decisiones (obviando el abuso del Real Decreto). Si la clave es la búsqueda de consensos, mal empieza quien se enfrenta a los empresarios de esta manera, ante un año en el que las previsiones de crecimiento, inversión y creación de empleo rozan la ciencia ficción. Por no hablar del riesgo real de ruptura del modelo territorial autonómico, cuya consolidación debe ir acompasada con la reforma de la financiación, con la mayor parte de las CCAA en manos del PP. Si el conductor que se meta en ese laberinto no sujeta el volante con mano firme, el batacazo será inevitable. 

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