OPINION

El otro estado de alarma de Pablo Casado

Pablo Casado tiene que aclarar con mayor nitidez su plan para activar España ante la nueva recesión económica
Pablo Casado tiene que aclarar con mayor nitidez su plan para activar España ante la nueva recesión económica

La sede del Partido Popular en la madrileña calle de Génova se ha convertido estas últimas semanas en destino de peregrinaje, ya sea telemático o presencial, de las asociaciones sectoriales que de manera más traumática están sufriendo los desperfectos causados por la crisis. Cámaras de comercio, agrupaciones de hoteleros, grandes compañías de distribución y fondos extranjeros de inversión en calidad de promotores de los principales centros comerciales se sienten discriminados por el calendario gradual de desescalada que ha programado el Gobierno y han decidido cerrar filas confiando en que el primer partido de la oposición pueda forzar alguna enmienda al plan trazado por Pedro Sánchez. La bronca parlamentaria no deja mucho margen para vanas ilusiones, pero ya se sabe que la esperanza es lo último que se pierde.

La ‘nueva normalidad’ que esgrime como si de un triunfo se tratara el inquilino de La Moncloa no ha hecho sino intensificar los niveles de angustia y tortura que sacuden a toda esa legión de empresarios especialmente vulnerables ante la inerte ralentización de la actividad cotidiana. La debilidad de estos colectivos patronales, relacionados en su mayor parte con el sector terciario o de servicios, les convierte en rehenes preferentes de la batalla política que el Gobierno de coalición social-comunista está librando para sacar adelante sus interminables prórrogas del estado de alarma: “Sin ellas no hay plan B y si no se aprueban podrían decaer las ayudas públicas para empresas y trabajadores que están siendo adoptadas para atajar la pandemia”, llegó a asegurar todo ufano el jefe del Ejecutivo en una de sus últimas peroratas sabatinas.

Las amenazas de Pedro Sánchez, cacareadas con su habitual estridencia por la portavoz de Hacienda, han servido para extorsionar el ánimo de los empresarios y son también el motivo de fondo que ha provocado un peligroso mareo al líder popular a la hora de definir claramente su estrategia de partido. Pablo Casado ha tardado demasiado tiempo en deshojar la margarita de su neutralidad institucional hasta que, harto ya de estar harto, se ha decidido a romper de manera desabrida el chantaje al que sus votantes se han sentido sometidos desde el día en que se decretó el confinamiento. El presidente del PP ha preferido caminar con pies de plomo para no ser reo del ambiente de crispación que la maquinaria de agitación y propaganda mediática suele activar cada vez que ve peligrar la volátil jerarquía del Gobierno en Las Cortes.

Casado ha manejado el verbo con implacable firmeza a la hora de denunciar la gestión oficialista de la crisis, pero luego no ha querido o no ha sabido rematar la faena con el estoque de un voto decididamente contrario al Gobierno. La engreída actuación de Sánchez, revestida con su melifluo toque sensiblero, ha encontrado un camino alfombrado ante la falta de carácter y las presiones que indudablemente ha tenido que soportar el máximo representante de la oposición para no romper la baraja de los muchos intereses que están afectados en esta devastadora crisis. Empezando por sus propios correligionarios de las baronías autonómicas, vacunados de atavismos gregarios y cuya miope visión de Estado no alcanza tampoco para determinar una estrategia conjunta que arrope a su jefe de filas en la soledad de su incómoda posición parlamentaria.

A los Núñez Feijóo, Moreno Bonilla, Fernández Mañueco y demás apellidos conjuntos que gobiernan las regiones en nombre del Partido Popular les importa bien poco que Pablo Casado sea ninguneado de manera sistemática por los edecanes de Pedro Sánchez. En cuanto que el presidente del Gobierno se sacó de la chistera el señuelo de los 16.000 millones de euros en ayudas para las comunidades autónomas todos los presidentes periféricos del centro-derecha han arriado la bandera de su presunta insurgencia para apoyar con mayor o menor énfasis la prórroga del estado de alarma, rompiendo filas en cualquier caso con los postulados que emanan de la dirección nacional en Madrid. El sutil amotinamiento dejó vendido al jefe de la oposición, propiciando sin duda que Inés Arrimadas se pusiera también del lado del Gobierno en ese desesperado intento de Ciudadanos por encontrar una sombra donde mejor cobijarse.

El debate maniqueo entre la bolsa o la vida que actualmente polariza la agenda parlamentaria otorga un salvoconducto imbatible a las tesis identitarias del emergente proyecto social-comunista en nuestro país y, por lo tanto, favorece los movimientos de un poder que se ha establecido desde su inicio con el refrendo de una superioridad moral hasta ahora inmutable. Entrar al trapo de la llamada desescalada anteponiendo factores económicos para cuestionar criterios sanitarios podría llegar a entenderse como un delito de lesa humanidad por ese comité secreto de salud pública que está encargado de certificar todas y cada una de las decisiones gubernativas, al margen de su insolente arbitrariedad. En otras palabras, los empresarios más replicantes y sus delegados políticos deben entender que, en fase menguante o en fase creciente, el estado de alarma o el sucedáneo equivalente prevalecerán hasta que Pedro Sánchez, entiéndase Pablo Iglesias, decida lo contrario.

Un más que necesario baño de autoridad

Casado debería amarrarse al mástil de su apacible horizonte electoral y dejar de escuchar los cantos de sirena; externos, internos y mediopensionistas, que aturden su aseada función como máximo representante político de esa otra España espantada por el rumbo que está tomando la nación. El Partido Popular nada tiene que ganar en un intercambio de golpes sobre la gestión de la pandemia y sus múltiples negligencias, pero sí que puede tomar la delantera como altavoz preventivo de una catástrofe económica que el Gobierno no reconocerá hasta que el país se encuentre con la soga al cuello. El plan de choque presentado esta semana por el líder popular bajo el argumento de evitar el incierto rescate de España se orienta en este sentido porque está claro que Pedro Sánchez no va a ser menos que Zapatero y, aunque pueda sonar cruel, el coronavirus no es la única fuente de mortandad. Hay también quien se muere de miseria.

La dimensión de la crisis económica no tiene parangón y sólo puede ocultarse con la extensión premeditada de la emergencia sanitaria, dando lugar a un círculo vicioso que terminará depurando responsabilidades políticas cuando el hastío de la desesperación provoque que la ciudadanía tenga algo que temer más allá de sus propios miedos. La expectativa de un rescate blando, sin hombres de negro, por parte de la Unión Europea no deja de ser una fantasía animada por la palabrería de los que se obcecan a conveniencia en confundir sus deseos con la realidad. La alianza internacional contra el coronavirus se ha construido con inéditos esfuerzos pero se desvanecerá cuando llegue el momento de pagar las reparaciones que exige una guerra tan onerosa.

En la mutación de este siniestro proceso es donde tendrán que sustanciarse otros avatares políticos mucho más trascendentes para el futuro mapa parlamentario en España. Incluyendo la más que previsible moción de censura con la que Santiago Abascal tratará de exhibir en la cara del PP el músculo de Vox para hostigar al Gobierno del PSOE y Podemos. Pablo Casado no tiene que precipitarse gastando energías de las que ahora no dispone, sino utilizar la fuerza de sus diferentes adversarios en su propio beneficio. El tiempo juega a su favor, pero sólo podrá aprovecharlo si consigue investirse con la debida autoridad que le corresponde, en primera y única persona, como jefe de la oposición. El estado que realmente debería alarmarle es distinto del que decreta una y otra vez Pedro Sánchez.

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