Capital sin Reservas

El Gobierno anfibio y la democracia 'secuestradita'

Los indultos del 'procés' delatan a un Gobierno que hurta las grandes cuestiones de Estado al Parlamento para saltar a cobijarse bajo las aguas tibias de una sociedad civil utilizada como coartada de consenso político.

Los líderes independentistas posan exultantes tras obtener el indulto del Gobierno de Pedro Sánchez
Los líderes independentistas muestran su victoria tras el indulto de Pedro Sánchez
EP

Dentro del complejo marco de la política española existen algunos axiomas que la experiencia de los últimos cuarenta años desde la restauración democrática ha demostrado incontrovertibles. Uno es que el centro derecha solo puede gobernar realmente cuando el país reclama un tratamiento de choque presupuestario y fiscal que, de manera inexorable, terminará conduciendo a un enfrentamiento más o menos exacerbado con los partidos nacionalistas. El otro es que la izquierda, ya sea la antigua de inspiración socialdemócrata o la más moderna de instinto radical, es la única con capacidad acreditada para establecer en el conjunto del Estado un cierto equilibrio inestable, que sólo será consentido a cambio de un régimen de contrapartidas otorgadas a conveniencia de los distintos intereses territoriales representados en el Parlamento de la nación.

La asimétrica relación entre ambas terminales del espectro ideológico adquiere niveles tremendistas tras la irrupción de fuerzas emergentes que han trastocado estos últimos años el predominio del bipartidismo natural en España. A día de hoy el PSOE se muestra facultado para pactar con todos los grupos políticos a excepción de Vox en tanto que el PP está incapacitado para llegar a acuerdos de legislatura con nadie que no sea la motejada ultraderecha. Esta anomalía se nutre con dos ingredientes que han ido contaminando la estructura política del país, como son la deslealtad de buena parte de los territorios con el Gobierno central y la acérrima enemistad entre los dos grandes partidos incumbentes, lo que frustra las expectativas de una gran coalición como mecanismo de protección y repulsa contra el chantaje permanente de la periferia soberanista.

En el río revuelto de la singular España de las Autonomías, los pescadores se han despojado de todo escrúpulo y han echado las redes sin considerar ningún tipo de especie protegida, con el único propósito de obtener ganancias con el más cuantioso número de capturas. Lo que empezó siendo una almoneda por escaños, con la consiguiente factura económica al cobro, se ha transformado en un mercado transaccional al por mayor sin ninguna limitación de carácter institucional. La levadura que fraguó el consenso de la alabada Transición está totalmente podrida, pero ninguno de los marmitones que ahora figuran al cargo de la parrillada quieren reconocer el hedor que desprende su fogón, ni mucho menos las consecuencias que su infecta cocina puede generar para la salud del modelo de convivencia instaurado en la Carta Magna constitucional de 1978.

Los abogados de pleitos pobres se han erigido en cicerones dentro de una sociedad civil distraída con debates inútiles donde las verdades inmutables se enturbian con las mentiras oficiales

En el fragmentado arco parlamentario todo se compra y se vende bajo el paraguas de una legitimidad errática que se construye a partir de un posibilismo según el cual lo que sucede, conviene. Ahora ha llegado el momento de los indultos a los políticos condenados del ‘procés’ que las instancias oficiales tratan de amparar con argumentos peregrinos como pueda ser la necesidad de anclar a Cataluña dentro de España. Como si el Estado hubiera sido el responsable de soltar amarras con los movimientos independentistas que desde hace tiempo se pasean a sus anchas por las distintas instituciones políticas y económicas de la nación. Más catetas si cabe son las justificaciones que defienden la excarcelación de los sediciosos porque “la venganza no es un valor constitucional”, como ha dicho el presidente del Gobierno con pleno convencimiento de causa, pero sin haberse estrujado mucho las meninges.

Los abogados de los más pobres pleitos se han erigido en cicerones de la vida pública dentro de una sociedad distraída con debates efímeros e inflamados por las redes sociales donde las verdades inmutables se enturbian con las mentiras oficiales. El detritus de una mezcla tan empalagosa favorece la elaboración de corrientes de pensamiento protegidas por la censura de lo políticamente correcto y convencionalmente aceptadas por una clase dirigente siempre dispuesta a correr en auxilio del vencedor. En medio de tan hilarante comedia bufa nada tiene de extraño que hasta Ana Botín emule las viejas enseñanzas de su padre para significar en la plaza pública que “España se va a salir del mapa en los próximos trimestres”. Una frase lapidaria al uso de las entonadas por el mítico don Emilio cuando ensalzaba la política económica de Zapatero en la antesala de la gran crisis económica de la anterior década.

La sociedad civil, atrofiada de tanta disposición sumisa, se ha convertido en la coartada perfecta de un falso consenso donde lo mejor es enemigo de lo bueno y en el que los grupos de interés rentabilizan el mal menor con un alarde de chabacano conformismo. Las instituciones representativas del mundo empresarial, tanto las adornadas con el fulgor de su individualidad fáctica como las que responden a movimientos asociativos de ilustre abolengo, se han organizado para actuar como influyentes lobbies dispuestos a mimetizarse con cualquier causa vicaria para la que pueden ser requeridos desde el poder establecido. Los ‘influencer’ del mundo de los negocios saben que su cotización depende de su capacidad para figurar dentro del establishment y sólo se mueven por el temor a ser expulsados del aquelarre donde se ventilan las más trascendentales misiones de Estado.

La participación en el banquete de los fondos europeos solo exige situarse en posición de revista y facilitar el modelo de la nueva España que Sánchez quiere implantar con sus socios separatistas

Es así como el Gobierno ejercita su propiedad anfibia y en cuanto percibe una amenaza de sombra salta de la roca que le corresponde en calidad de primera fuerza parlamentaria para sumergirse en la charca turbia de lo que ahora se ha dado en llamar el diálogo social. Un subterfugio adornado de melifluas intenciones y empleado de forma artera para hurtar el debate público y trasladarlo lo más lejos posible del ámbito democrático que corresponde a todo sistema de representación política. La tribuna de oradores del hemiciclo de la Carrera de San Jerónimo, con sus luces y sus taquígrafos, se ha transformado en un púlpito ocasional para comunicar bandos oficiales a modo de hechos consumados, adoptados a instancia de objetivos partidistas con la aquiescencia, tácita o explícita, de agentes externos previamente conminados para abrazar los movimientos resultadistas del Ejecutivo.

La democracia ‘secuestradita’ encuentra ahora su mejor caldo de cultivo en la llamada recuperación económica de la pandemia, sufragada en cómodos y suculentos plazos con la llegada de los multimillonarios fondos comunitarios de Bruselas. El banquete será servido puntualmente a lo largo de los próximos años y para participar del mismo sólo hace falta colocarse en posición de revista, facilitando ese reencuentro de concordia con el que el Gobierno trata de reconstruir España a su manera y a la de sus socios separatistas. La pax autonómica tiene un precio y, al paso de los últimos acontecimientos sucedidos en Cataluña, esta vez se presume que será más cara que nunca. Eso sí, de momento, la factura la paga Europa. O, al menos, eso se creen Pedro Sánchez y todos los que están a su rebufo.

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