Capital sin Reservas

Sánchez, la estanflación y el coronaputin

Primero fue el coronavirus, ahora la invasión de Ucrania. Al presidente del Gobierno le sobran coartadas para camuflar la crisis económica de una España en claro proceso de estancamiento y con una inflación galopante.

El presidente del Gobierno visitó esta semana a los soldados españoles de la OTAN desplegados en Lituania
El presidente del Gobierno visitó esta semana a los soldados españoles de la OTAN desplegados en Lituania
EFE

¿Será posible que la inflación llegue a superar los dos dígitos? He ahí la cuestión que se da por descontada y que ha desatado el pánico en los hogares españoles. La violenta irrupción del que está considerado como el peor impuesto a los pobres, entendiendo por tales también a todos aquellos que viven de un salario, recuerda la ancestral fábula de Pedrito y el lobo, con el doble agravante de que el aviso iba en serio desde el primer momento y que la reunión de pastores está ahora mucho más preocupada en sacudir responsabilidades que en espantar a la fiera. El mito de Casandra ha vuelto a desairar a todos aquellos que despreciaron el ataque del mayor depredador económico que pueda existir, pero el mordisco más letal lo ha de sufrir la masa anónima de ciudadanos como víctima propiciatoria de una clase dirigente que nunca se ha caracterizado por distinguir una oveja de un borrego.

La guerra de Putin contra Ucrania podrá ser utilizada a partir de ahora como excusa atenuante por toda esa comunidad negacionista que lleva meses despejando balones con la inflación, asegurando que se trataba de un fenómeno meramente pasajero. Antes de que la tecnocracia internacional aporte nuevas pruebas de su reiterada capacidad de imprudencia será necesario convenir que los recientes datos estadísticos muestran un repunte feroz de los precios bastante anterior a la invasión de Kiev por las tropas rusas. Cierto que todo es susceptible de empeorar en cuanto se contabilice el nuevo shock de la oferta energética derivado del conflicto armado pero cualquier análisis objetivo que se precie debe estructurarse a partir de una frontera temporal marcada a sangre y fuego en este fatídico último mes de febrero en el que se han batido todos los récords históricos de inflación.

En España la situación adquiere tintes dramáticos dada la indolencia con que se manejan las autoridades a la hora de calibrar los efectos económicos en el bolsillo de los ciudadanos. La ministra Montero, la de Hacienda, ha salido al quite con su proverbial dialéctica para recordar que esto ya se veía venir como una mera tendencia. La jefa del fisco se ha preocupado, eso sí, de mantener alejada la tarifa del IRPF de la llamada deflactación que se practicaba antiguamente para que los beneficiarios dichosos de obtener alguna subida salarial no tengan que pagar todavía más por saltar a un tramo de gravamen superior en su próxima declaración de impuestos. La inhibición de este año tendrá un impacto de más de 4.000 millones, que se ingresarán en las cuentas públicas a cambio de reducir un poco más la capacidad adquisitiva de los consumidores.

Algo se ha debido hacer mal para que España sea el país más rezagado de la crisis y presente a la vez la inflación más alta entre los grandes Estados miembros de la Unión Europea

El Estado no parece dispuesto a compartir la carga inflacionista que ahora se traslada íntegramente al conjunto de los contribuyentes. Una vez que el golpe parece irremediable, el Gobierno debería preguntarse si no ha hecho algo mal para que el país más rezagado de la recuperación económica sufra al mismo tiempo la espiral de precios más alta entre todos los grandes Estados miembros de la Unión Europea. El INE confirmó este viernes una subida interanual del 7,6% que no se veía desde mediados de los años ochenta y que supone un diferencial negativo de casi dos puntos porcentuales con respecto al conjunto de la zona euro. La inflación subyacente, que descuenta la evolución más volátil de la energía, tampoco sirve de consuelo por cuanto que se sitúa en un 3%, lo que indica que el reguero de la pólvora inflacionista se está extendiendo a toda la cesta de productos y servicios.

La economía nacional se adentra de nuevo en una senda de contracción y pérdida de competitividad que amenaza con echar por tierra los descomunales esfuerzos realizados durante la denominada devaluación interna de la anterior recesión mundial. La invasión de Ucrania se supone que castigará con mayores presiones inflacionarias a nuestros vecinos del norte de Europa que, como es el caso destacado de Alemania, dependen directamente del gas que históricamente les vende Rusia. En un plano teórico es verdad que las consideraciones geopolíticas pueden conceder una cierta ventaja diferencial a España en materia energética, pero su traducción a la economía real deja mucho que desear mientras el Gobierno siga mostrando su tendencia a aumentar el gasto corriente y supedite toda la inversión pública al bálsamo de Fierabrás en que se han convertido los famosos dineros del maná comunitario.

El Gobierno reclama un pacto de rentas que, de no producirse, convertirá a los  empresarios y sindicatos en reos de culpa del desastre económico

Pedro Sánchez está reordenando su inagotable puzle de coartadas con la intención de desplazar las maléficas contingencias que están por llegar lo más lejos posible de su impune actuación política. Con este ardid, la bien mandada Nadia Calviño ha salido rápidamente al quite para poner en remojo las previsiones anuales de un cuadro presupuestario que no se creía ni ella. Acomodada en su jerarquía institucional, la vicepresidenta primera ha dado también la alternativa a su jefe para que el presidente del Gobierno reclame a los agentes sociales un pacto de rentas que sirva como principal dique de contención ante el imponderable shock energético. La patata más caliente se traslada así a los empresarios y sindicatos como potenciales reos de culpa ante el supuesto de que la economía entre en barrena por una causa tan de fuerza mayor como es una guerra.

El líder socialista no ha dudado en recuperar el guion de los sermones televisivos con los que aleccionaba cada sábado a la ciudadanía en los primeros meses de la pandemia. Transcurrido la modorra del último bienio negro el país figura colocado en el furgón de cola de la crisis, encima de un vértice de estanflación que ninguno de los poderes públicos ha querido o ha sabido anticipar hasta tenerlo a dos palmos de sus narices. A falta de soluciones suele ser mucho más socorrido buscar excusas y de la misma manera que hace dos años se presentó en escena la gran tragedia del coronavirus ahora la historia se repite con la farsa miserable de un conflicto armado en el corazón de Europa. En el nuevo mar de incertidumbres y mientras que a muchos españoles no le llega la camisa al cuello sólo una cosa parece clara: A Sánchez se le ha aparecido el coronaputin.

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