Capital sin Reservas

¡Es la inflación, idiota, la inflación!

Aunque nadie se atreve a mentar abiertamente la bicha, está claro que la desembocadura de la gran inundación monetaria tiene un nombre y no es el “mar, idiota, el mar” al que aludían los payasos de la tele. Es la inflación.

La inundación monetaria que propicia Christine Lagarde desde el BCE está sosteniendo a Sánchez pero no durará para siempre
La inundación monetaria que propicia Christine Lagarde desde el BCE está sosteniendo a Sánchez pero no durará para siempre
EFE

Los analistas económicos de cualquier condición y pelaje llevan meses tratando de discernir las actuaciones que deben guiar la salida de la crisis en nuestro país. El consenso se muestra unánime bajo un denominador común que podría resumirse en el afán de disuadir al Gobierno ante cualquier experimento gaseoso o populista que pudiera dar al traste con los esfuerzos de recuperación impulsados por las grandes instancias supranacionales. La orientación de las medidas de choque contra los efectos de la pandemia, la gestión de los fondos europeos de rescate, la utilización de la política monetaria del Banco Central Europeo (BCE) y la adecuación del programa de reformas estructurales constituyen las principales incógnitas que es necesario resolver antes de que los viejos fantasmas de toda la vida, inherentes a la propia naturaleza económica, puedan causar mayores estragos en España.

Es significativa, aunque no por ello menos lógica, la aversión que existe actualmente entre los diferentes oráculos expertos a mentar la bicha de ese leviatán inflacionista que amenaza con derribar las expectativas más voluntaristas de reconstrucción. El crecimiento cabalga más lento de lo previsto a lomos de un Producto Interior Bruto (PIB) que se ha dejado en 2020 todo el camino recorrido durante el ciclo expansivo de los cuatro años anteriores. Un síntoma más preocupante si se observa que la economía nacional solo pudo remontar a duras penas la gran recesión de la pasada década gracias a un programa intensivo de devaluación interna basado en el control sostenible de los precios. La llamada desinflación fue la gran aliada del Gobierno de Mariano Rajoy para evitar que los enormes sacrificios impuestos por la crisis dieran lugar a una terrible depresión en todo el país.

La situación que ahora se presenta es mucho más canalla porque los bancos centrales del mundo desarrollado se han alineado en una cruzada contra el enemigo irreductible del coronavirus, lanzando fuego a discreción de forma inmisericorde, sin reparar en los daños ulteriores del panorama económico que va a quedar tras la batalla. La Reserva Federal está dispuesta a imponer su estrategia acomodaticia por encima de las tensiones suscitadas en el mercado de deuda, donde las rentabilidades de los bonos han empezado a dispararse concitando los temores que advierten de un recalentamiento de la economía. En esta atmósfera monetaria de expansión sin límite no será Christine Lagarde quien enmiende la plana a sus colegas de Estados Unidos, por lo que las autoridades de Fráncfort seguirán dándole a la manivela de hacer dinero como si no hubiera un mañana.

La burbuja de liquidez es placentera al principio y alivia los dolores económicos a medio plazo, pero a la larga se  transforma en una bomba de relojería con graves efectos sociales

La gran burbuja de liquidez tiene todavía un peligroso e indefinido recorrido al alza, que muy probablemente contribuya a generar una cierta sensación placentera en el futuro más inmediato. A medio plazo la droga monetaria sólo servirá como placebo para aliviar los dolores de las economías más débiles y propensas a padecer las secuelas que dejará la crisis. A largo plazo terminará explosionando como una destructiva bomba social de relojería. España, con sus desequilibrios estructurales anestesiados desde antes incluso de que se decretase la pandemia, se encamina a la zona cero del estallido mientras el Gobierno se consuela observando los males ajenos que se sustancian en una deuda planetaria del 365% del PIB mundial. Los Estados, las empresas no financieras y los bancos acumulan en cada uno de sus balances contables deudas equivalentes al 100% de la producción nacional, en tanto que el resto corresponde a las familias.

Por muchos brotes y rebrotes verdes que se pinten en los próximos trimestres, las previsiones económicas de nuestro país no pueden ocultar el aumento de los números rojos hasta cifras que podrían superar al cierre del año los 1,4 billones de euros. Un  lastre que va a exigir un fabuloso esfuerzo fiscal para los contribuyentes a lo largo de toda la década. No parece que una deuda pública de este tamaño, un 130% del PIB, pueda ser corregida vía crecimiento económico ni en los más dulces sueños de Pedro Sánchez. El presidente no necesita ni las dos clases de economía que Jordi Sevilla prometió a Zapatero para comprender que la España post coronavirus se encamina a un agujero negro abismal y de ahí esa petición de paz, piedad y perdón al BCE que ha provocado estupor, y algo de hilaridad, en las cancillerías de toda Europa.

Sin un milagro de por medio que lo impida, todo hace indicar que la única alternativa factible para diluir el peso mastodóntico de la deuda en los próximos años pasa por adaptar las economías continentales a una tasa de inflación que supere el tabú de ese 2% anual impuesto históricamente en Europa a instancias de Alemania. No hace falta entrar en consideraciones alarmistas ni invocar al apocalipsis con el recuerdo de la denostada República de Weimar, pero en materia de inflación, por mucho que se pretenda esconder la cabeza bajo el ala, lo peor está por venir. No en balde los mercados han empezado a anticipar un escenario más hostil tanto en las condiciones de financiación de los bonos soberanos como también en la subida que ha experimentado el petróleo en las últimas semanas.

El lobo de la inflación puede derribar con un mínimo soplido los cimientos de una economía endémica que navega complacida sobre una inmensa corriente de dinero ajeno

La pandemia inflacionista es la mutación elemental del virus sanitario que ha infectado a toda la economía mundial y está empezando a emerger como resultado de un consenso cocinado a fuego lento con el silencio ominoso de los propios institutos emisores, entregados ahora en exclusiva a tapar las carencias de la política fiscal. Una política amanerada por la psicosis de pánico, que está provocando distorsiones en la valoración de riesgos y en la asignación de recursos, al tiempo que alienta nuevas burbujas en los mercados de activos. Un panorama que ha despertado los temores latentes a una  crisis internacional de deuda que nadie quiere volver a vivir y frente a la cual tampoco nadie se atreverá a romper una lanza en contra de un cierto y conveniente ajuste de precios.

España, resignada a una inestabilidad política sin precedentes y acuciada por sus crecientes desequilibrios presupuestarios, se mantiene subyugada a la intemperie de decisiones globales que están siendo adoptadas a miles de kilómetros de distancia y en las que nuestro Gobierno no tiene arte ni parte. Hasta la fecha se puede decir que la suerte ha acompañado porque la moneda del BCE ha caído de cara, pero el más mínimo cambio de aires bastará para sacudir de manera cruel y repentina los cimientos de una economía endémica que navega complacida sobre una inmensa corriente de dinero ajeno. No se olvide que la desembocadura de la inundación monetaria tiene un nombre y esta vez no es “el mar, idiota, el mar” al que aludían los payasos de la tele. Es la inflación.

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