Las cuatro últimas crisis en España (III)

Autarquía de Franco: la macabra ilusión del hambre y la miseria de posguerra

La pretendida autosuficiencia de la economía española frente al exterior que propugnó el Régimen tras la Guerra Civil nunca pudo ser una realidad por la dependencia de materias primas... pero lastró al país. 

El dictador Francisco Franco en una imagen de archivo.
El dictador Francisco Franco en una imagen de archivo.
EFE

Cuando terminó la Guerra Civil, la crisis era absolutamente inevitable. Mas aún, en realidad ahondaba en la que había acabado con la monarquía y que tampoco había solucionado finalmente la Segunda República. La guerra como es lógico solo empeoró exponencialmente los problemas. Antes había crisis, en la inmediata posguerra, existía una escasez de productos y un caos comercial que sencillamente desembocaban en el hambre. Las cartillas de racionamiento -que no se abandonaron hasta la década de los 50- y el mercado negro, que se palió un poco antes, fueron las pautas de todo aquel periodo de privaciones. 

Mientras desde el nuevo Régimen surgido tras la guerra, Franco aludía constantemente en sus discursos a la "pertinaz sequía" como culpable de las malas cosechas o al comportamiento de algunos agricultores "avariciosos y anti patriotas" como responsables del ‘estraperlo’, la historiografía económica moderna explica claramente el colapso de la agricultura durante la posguerra debido en su mayor parte al excesivo y erróneo intervencionismo estatal. O lo que es lo mismo, el periodo de la política autárquica (1939-1959). Además, cuando terminó el cataclismo de la Segunda Guerra Mundial, España se quedó fuera del Plan para la Reconstrucción de Europa del amigo americano: el Plan Marshall. Aun así, alguna ventaja se sacó, como se verá más adelante. 

Antes de eso, el campo español se encontraba en la posguerra muy atrasado respecto al resto de Europa -incluso antes de que estalle la Segunda Guerra Mundial- debido a la escasez de tierras de regadío, el difícil acceso a los abonos o la nula mecanización. Eran todo lacras que se arrastraban desde hacía casi dos siglos, ya que a pesar de la multitud de planes que trataron de modernizar la agricultura -desde el despotismo ilustrado de Carlos III, hasta los distintos periodos liberales (1812-1836)- apenas se invirtió dinero del presupuesto estatal en la mejora de las condiciones hidrográficas, como fueron la realización de trasvases o la construcción de canales y pantanos para aumentar la superficie de regadío. Es cierto que el franquismo sí comenzó a atajar ese problema: un mantra que ocultaba otros muchos problemas.

Lo más sangrante era que la estructura de propiedad, en líneas generales, se encontraba casi en el mismo punto que tras la reforma agraria liberal de 1836, tan sólo alterada por la reducida aplicación de la reforma de la Segunda República (1932) durante el periodo de la Guerra Civil (1936-1939) y que el nuevo régimen anuló rápidamente tras la contienda. 

De hecho, la crisis económica que se pretendía paliar en la inmediata posguerra -malas cosechas, deficiente desarrollo industrial, inflación y escasez de capital y de divisas- giró durante ese primer periodo (1939-1945) al son de la política mantenida en los años de la guerra mundial. Era en gran parte contradictoria; se exaltaba la patria, y por tanto la iniciativa de la nación y de lo español frente a lo extranjero, pero se seguía dependiendo del exterior respecto a algunas materias primas básicas para el crecimiento como el petróleo. Se carecía, ademas, debido al desgaste de la guerra, de tecnología y capital financiero para lograr la reconstrucción y el desarrollo de la agricultura y la industria del país. 

El denominado periodo de la Autarquía (1939-1959) es decir, la pretendida autosuficiencia de la economía española frente al exterior que propugnó el Régimen en esos años y que no se alcanzó lógicamente nunca, consistió a su vez de varias fases, especialmente desde el final de la Segunda Guerra mundial y hasta 1951, aunque su ocaso no llegará hasta bien entrada la década con el reconocimiento de EEUU y el abandono de la Autarquía por el Plan de Estabilización. Tampoco significó una gran novedad en la política económica de la inmediata historia anterior. "Desde los años 30 -explica el profesor Juan Velarde Fuertes- se caracterizó siempre por su marcado proteccionismo, fueran del carácter que fueran los Gobiernos que se sucedieron en el poder. Con variaciones de matiz y de procedimiento, la Monarquía, la Dictadura y la República ampararon la producción nacional", escribe en su libro ‘Cien años de economía española’.

En el caso del franquismo, la autarquía fue un paso mas allá. Básicamente se sustentó con leyes como las de protección y defensa de la nueva industria nacional del año 1939 y la de creación del Instituto Nacional de Industria (INI) en 1941. Según el profesor Velarde Fuentes, quizás fuera uno de los pocos logros. A todo esto había que añadir una política marcadamente intervencionista, como consecuencia de la aversión que sentía Franco hacia los sistemas capitalistas y liberales: se inspiró fundamentalmente en la Italia fascista de Mussolini.

Desde la necesidad impuesta en el exterior y como consecuencia de la propia ideología del movimiento, se siguieron básicamente tres caminos para reactivar la actividad empresarial: la nacionalización de algunas empresas muy vinculadas a servicios públicos costosos como el de las comunicaciones –Compañía de Teléfonos Nacional de España- o los ferrocarriles –Renfe-; la españolización –sustitución del capital privado extranjero por capital privado español- como en el caso de las minas de Río Tinto; la concesión de monopolios –Tabacalera- y sobre todo, la intervención directa en la creación y reflote de empresas de la industria nacional por medio del Instituto Nacional de Industria (INI), un organismo estatal que se creó en 1941 y que a modo de Holding empresarial público -agrupación de empresas dependiente directamente del Gobierno que comparten recursos del estado entre ellas- debía hacerse cargo de la financiación y desarrollo de los principales proyectos y empresas de carácter industrial sin que se limite inicialmente a ningún sector en concreto.

Afortunadamente, aunque el Plan Marshall no llegó nuca a España -y eso a pesar de que los funcionarios franquistas lo persiguieron con ahínco-, la lluvia de millones de dólares concedidas a los 16 países europeos -una vez que los satélites de la URSS se desvincularon- revirtieron de forma positiva en España. De hecho, se llegó a calcular la posible ayuda: los funcionarios franquistas lo calcularon en 1.051,2 millones de dólares, los estadounidenses lo cifraron en 900, —Barciela, López, Melgarejo, Miranda, 'La España de Franco. Economía (1939-1975)’—. Aunque España estaba políticamente aislada del exterior, uno de los principios a los que condicionaron los técnicos estadounidenses las ayudas fue precisamente el de fomentar el comercio exterior y limitar las barreras arancelarias entre países. 

A la larga inspiraría en Europa la CECA, germen de la CEE. En el corto plazo sirvió para que aunque España no entrara en el plan, significó que a pesar del aislamiento político del régimen durante el periodo 1945-1955 quedara limitada a eso: los países europeos siguieron comerciando con España. El profesor Guirao lo expuso claramente en 'Spain and the Reconstruction of Western Europe, 1945-57: Challenge and Response’, un importante hallazgo en la historiografía del periodo. Fue un balón de oxígeno indirecto que ayudó además a desvirtuar los principios más ridículos de la Autarquía.

Aunque hacia finales de la década de los 50 se había pasado lo peor: el hambre y la miseria de la posguerra quedaba mucho para sacar a España de un modelo económico totalmente ineficaz lastrado por el intervencionismo y de espaldas al mercado, cómo es lógico. No sería hasta la llegada del Plan de Estabilización de 1959. 

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